Barcelona, España. | HSI |
Algunos amigos madridistas se han mofado hoy de mi aludiendo a la necesidad que tuvo el Barcelona de recurrir a “la épica” para llevarse el título de Copa ante el Sevilla. Esa condescendencia venía embadurnada con una falsa intención de caballerosidad, una palmadita en la espalda unida a un guiño de ojo para remarcar su presencia en la final de Milán del próximo sábado. Esa alusión a su quimera de la undécima encerraba también un cierto desprecio hacia la Copa, ese título que solo valoran cuando lo ganan contra nosotros.
Cierto, la victoria de ayer no hubiera sido tan celebrada si nos hubiéramos ido 5-0 al descanso pero tampoco recuerdo muchas finales donde nos hayamos paseado enseñando el pene. Quizás el segundo Wembley. De todas maneras, al primer Wembley llegamos via Kaiserslautern, a Roma gracias al Iniestazo y en París sobrevivimos gracias a Valdés. Hazañas que están perfectamente a la altura de un puto gol de córner en el minuto 93.
Entregarse a la épica fue lo mejor que pudo hacer un Barcelona que parecía haber vuelto a abril de 2016 en los primeros compases del partido. Enfrente, un Sevilla ordenado y ambicioso, que parecía no notar el cansancio acumulado en la final de su torneo de primavera. Pero la Copa es otra cosa, también es un torneo de segunda pero es nuestro. Gracias a la Copa hemos saciado hambre y sed durante décadas de infamia y mentalidad perdedora. Así pues, fue un bonito homenaje a nuestra historia reducirlo todo, de nuevo, a un combate desesperado en el fango. Como aquella del 87 que le birlamos a la “favorita” (en serio) Real Sociedad con un cabezazo del central Alexanko, que nos permitió clasificarnos para Europa en un año pésimo (y que propició, al siguiente, el estreno del casillero de la era Cruyff con una Recopa, otro título de mierda que alimentó esperanzas en años de miseria). O como aquella del 90 que le ganamos, también, contra pronóstico al Madrid y permitió la continuidad de, otra vez, cómo no, Cruyff, a quien el presidente tenía decidido despedir tras dos primeros años irregulares.
En resumen, comedme las bolas con la épica.
Volviendo al partido, cabe decir que me ha sorprendido como todo el mundo destaca el mérito de resistir casi una hora sin Mascherano en el campo cuando creo que la auténtica hazaña fue competir 45 minutos con Mathieu. Y hay que ser justos con el francés, se marcó un partidazo solo ensombrecido por la asombrosa exhibición de Piqué quien culminó, posiblemente, su mejor partido y obtuvo, seguro, merecido crédito para un nuevo otoño plagado de gilipolleces digitales.
El otro gran héroe con mayúsculas fue Iniesta a quien desde hoy mismo proclamo el mejor jugador calvo de la historia por mucho que le pese al futuro subcampeón de Europa. Si, una mala semana para Zidane que tampoco podrá igualar la gesta que en su primer año hizo el mejor entrenador calvo de la historia.
Don Andrés supo cargar con el brazalete en la final más comprometida y donde menos presencia se le suponía. Se le vio suelto levantando la Copa. El año próximo, le toca alzar la sexta orejuda.
La séptima, y quizás la octava, ya serán levantadas por Messi quien, ayer, dio un nuevo paso más hacia su transmutación en Xavi. Pese a que durante alguna fase del partido lució mirada de 2013, decidió la final con dos pases perfectos, en especial el del primer gol. Cierra otro gran año Leo pese a esa barba ridícula que parece haberse dejado y con la que quizás intenta transmitir la llegada de su madurez futbolística, reflejada en ese juego más pausado, al trote, y esa apuesta clara por desarmar las defensas con pases de ingeniería náutica. Es un Messi menos explosivo y más místico, parece un viejo maestro que ya está pensando en retirarse del mundanal ruido y comprarse una finca en el campo con un pequeño huerto. Sigue siendo delicioso aunque uno sería capaz de soportar el cuarto balón de Oro de CR7 si eso le despierta de nuevo las ganas de romper caderas al borde del área.
La única nota negativa de la noche fue la lesión de Suárez, una crueldad innecesaria para el uruguayo, a quien solo le quedaba redimirse con su selección en la Centenario tras completar su primer año. Puestos a elegir, hubiera preferido una lesión de Neymar para que descansara este verano y se olvidara de la locura del triplete Copa América-Juegos Olímpicos-Juergas varias en su país natal. El brasileño se redimió en la prórroga de un deplorable tercio final de temporada. Ayer, parecía «Benjamin Button»: cuantos más minutos pasaban, más fresco parecía. Así pues, a la espera que Simeone nos permita celebrar un triplete menor, cerramos la temporada con un injusto sabor agridulce. Cierto que la embarramos en ‘Shempions’ y alentando la resurrección merengue pero, en realidad, completamos el mejor año posible tras el mejor año posible. La única sombra de duda es que sufrimos ante el Sevilla con el mismo once de Berlín, clara señal que el tiempo pasa y la necesidad de ir renovando pequeñas piezas del engranaje se ensombrecen cuando uno se fija en la panda de ineptos que hay al mando. Pero, bueno, en todo caso tenemos todo el verano por delante para maldecir a toda esa chusma. Ahora hay que centrarse en lo importante, iniciar el proceso para encomendarse transitoriamente a una falsa fe y abrazar el cholismo hasta el sábado a la medianoche.
