Buenos Aires, Argentina. (HSI) – Me desvelé la noche anterior, asique me desperté tarde. Eran más o menos las once de la mañana y me escribió Tavo, un amigo hondureño con quien iba a ver el juego. “Dice Gallo (otro amigo catracho) que traigás aguacates, hoy comemos baleadas”. “Comer baleadas” les sonará muy normal, pero acá en Buenos Aires es un lujo que no se te da todos los días. El partido era a la 1 pm hora argentina, así que salí volado a hacer una diligencia a la Universidad, y de regreso conseguí el encargo. Por cierto, acá el aguacate es carísimo; un aproximado de 25 lempiras por esos que tienen tamaño de bola de billar.
Bueno, el asunto es que llegué agitado. Hubo problemas técnicos en el subterráneo que me transportó; me bajé, salí a la calle y crucé en tiempo récord el largo de Palacio Rosado. Caí justo a la cantada de los himnos, éramos dos hondureños y un argentino. El tipo este estaba sobradisimo. Hacía comentarios despectivos fuera de orden, y se hacía el desentendido con el partido, queriendo aparentar indiferencia.
A los 35 minutos de juego Argentina dominaba. En un ataque de ellos, Ramírez despejó espantosamente una pelota dentro del área. El rebote le quedó a Calleri; limpio, libre de marcas, a media altura, delicioso para que cualquier delantero centro la prenda de volea y vacune. Más clara no podía ser, pero el “9” increíblemente la mandó a las nubes. “A cual más malo, mirá lo que hace nuestra defensa y lo que fallan ellos”, le dije yo a Gallo, entre nervios y alivio… “Si boludo pero tus jugadores juegan en el Motagua, Calleri gana ‘mishones’ de dólares y va a jugar en Europa” interfirió el «otro». Yo me quedé callado…
Después llegó el primer penal contra Ellis. Lo festejamos eufóricos, como Dios manda cuando te pitan un penal, aunque sepás que no hay certeza de que se transforme en gol. Me paré, saqué el celular, y empecé a grabar mientras Acosta se perfilaba para fusilar. Cinco segundos después estaba otra vez sentado, preocupado, mirando para abajo y agarrándome los pelos… “¿Y ahora adónde te vas a meter ese celular? Porque en el orto no te va a caber”, dijo ya saben quién (el «otro»). Era para matarlo, pero yo seguí callado.
El segundo tiempo lo viví como cualquiera. Con el corazón en la garganta sabiendo que un golito nos dejaba fuera. “Ganarle a Argentina sería el logro más importante de la historia de ustedes” siguió disparando mi “amigo” (el «otro»), al ver el estrés que me cargaba. “No te sintás especial, así vivo cualquier partido de mi selección”, le dije; y le aclaré, por si las dudas, que hace cuatro años también habíamos tumbado a España en Londres.
Cuando les dieron el penal a ellos, fue el acabose. “Ya estuvo”, me dije. Me pasó por la mente el fatídico empate contra Nigeria en Sydney 2000, la expulsión de Crisanto contra Brasil en el 2012; añadido al penal errado y el mano a mano desperdiciado por el Choco en el primer tiempo. “¿No vas a sacar la cámara?” me dijo riéndose el tarado ese. A estas alturas yo ya no estaba para que me dijeran nada. Lo volteé a ver, y en tono neutral pero advertido, le dije: “cerrá el pico ya…”. Y así lo hizo. Especialmente después de que me puse a gritar “gol” como maniático por todo el apartamento, cuando Correa falló el penal. Yo sé, no fue gol de Honduras, pero así lo sentí; no se me ocurrió gritar otra cosa.
El resto es historia. Elis se jugó el partido de su vida y consiguió otro penal muy bien transformado por Lozano. De ahí en adelante, el agrandado no quiso ver el final y se fue a meter a su cuarto. Pasé un rato activado en las redes sociales, volviendo a la calma y saboreando la clasificación. Pero antes de irme le pegué un grito: “¡Hey Tomás, lástima que no pudieron contra los jugadores del Motagua!
